Europa siempre fue para mí un repositorio de arte. En el momento de aquel primer viaje, Reino Unido todavía no se había salido por la puerta del Brexit; alguna pertenencia a la comunidad europea le debía. Tomé el avión y subí con la cámara analógica, porque si habría de mirar un continente viejo quería procesarlo, tanto en lo reflexivo como químico, con la tecnología precedente. Nada de apariciones inmediatas en una pantalla. Optar por resguardar el tiempo hasta volver.
He abordado un tren español con trayecto de olivares y toros, oyendo a dos músicos gitanos que tocaban Sabor a mí, mezclándose el paisaje con el regreso sonoro a casa. En un bar parisino, acompañado de mi equipaje de llegada, el barman me dijo que me parecía a Messi. Lo mismo el oficial de Migraciones en Heathrow. En Venecia, congestioné un balcón con siete italianos que buscaban fumar de mi puro cubano, porque lo latino puede cosecharse desde Pinar del Río hasta el Gran Canal. Como la noche en que Martin me llevó a una playa de guijarros en el mar del Norte, y desvaneciendo las fronteras, me dijo: “Esas luces del frente son Alemania”.
He dejado mi mirada extática, colgada como tantos cuadros de sus museos durante interminables horas (Un baño en Asnières fue de una devoración jamás conocida, intentando retener su integridad casi una hora frente a Seurat, y mi hermana lamentando su decisión de acompañarme). De todo ese periplo guardo una libreta con cientos de títulos de pinturas escritos con desenfreno. Pero nada de lo contado se ve aquí porque la fotografía no extiende su poder sobre lo invisible, no abarca la memoria subyacente de cada paso que damos. De cada relato interior. Entonces, ¿qué hay en esta Europa que volvió conmigo en carretes de película? Los otros pasos que detuvieron al mismo desconocido.
Sandro Aguilar