Partir de lo pequeño como quien mira la piedra por sus partículas: un grano de arena contiene a la cordillera. También al océano. Estos cristales que son la materia del territorio costeño sustentan aves, peces, hombres; extensiones de vida a las que les entrega un suelo. A fuerza del viento se dispersan y su desplazamiento se asienta como un enorme mar seco, cuyas pesadas ondas de arena se detienen por kilómetros y son sobrevoladas por pájaros que enfilan a las aguas. El desierto, aquella masa cargada de momias, templos, debacles y milenios se aleja por donde uno lo alcance. Comparte su infinitud con el cielo, allá donde los primeros habitantes dirigían la observación para conocer de la furia que aguardaban sus ventanas consteladas.
El desierto costero penetra al mar para darle un sustrato. Los pescadores también lo hacen para proveérselo de los arrecifes con sus redes. Sin embargo, esto no es historia de un día, es una faena, una forma de consistir y regularse en el tiempo. Porque nada es llano en el litoral del Perú. Hay que batirse con el viento, la arena y el mar, entrar en trifulca permanente y buscar salir airoso.
Las montañas que encadenan armoniosamente el horizonte con sus visos dorados, rojos y azules son un ambiente incierto en el que ni el arraigo asegura su dominio. Pisarlas es blando pero asegura el hundimiento, cuando no el cauce cíclico de las lluvias desconsoladoras que arrastra El Niño. Al habitar el desierto hay que desproveerse del estremecimiento del paisaje. Pactar con él y guardar fuerzas.
Sandro Aguilar