por Jorge Villacorta, crítico de arte
En una edificación desvalida y abandonada, Sandro Aguilar se empeñó en descubrir un lugar a recorrer cámara en mano. El punto de partida era ciertamente cómo incorporarlo a su imaginario de la ruina contemporánea, y es así que lejos de ser indiferente a lo que el tiempo ha desechado y dejado presa del desgaste y la corrosión, podría decirse que ha compuesto un retrato de lo que otrora fue magnificencia asociada al proyecto moderno de una arquitectura especializada.
Aguilar ha procesado la experiencia en una serie fotográfica en la que remueve las capas de tiempo no con ánimo quirúrgico sino con emoción estética. Luces y sombras han sido indudablemente parte de este reconocimiento, y la máxima apuesta, la teatralización de una decadencia, de un tornarse en ruina sin testigos hasta que llegó el fotógrafo. El encuadre es su forma de acercarse a y cercar la experiencia del espacio contenido, que en algunos casos contiene otro generado por marcos de puerta o corredores. De manera que el ingreso progresivo al edificio tiene varios umbrales, varios marcos referenciales desde donde avistar las transiciones que Aguilar propone y que sugieren un suspenso casi cinematográfico.
Pareciera que el procedimiento hubiera rápidamente derivado en una prospección que al final de un pasaje con carácter de preámbulo de laberinto, debió ser asumida como introspección, con confesión de parte. Estamos ante una ficción que se vale de la estructura de una construcción que resulta familiar para un observador atento. La ficción tiene que ver con la memoria pero también con la admisión personal de que se recuerda algo sin haberlo conocido y de que la decisión desencadenante no ha sido la de extraer bloques de duración de lo vivido, como quien ejecuta el desprendimiento cuidadoso de un fresco que corre riesgo de desparecer con el muro carcomido.
El fotógrafo no es dado a las hipótesis científicas. Su registro no es irónico ni se pretende distanciado. Es a todas luces su mirada la que resuelve la historia que elige contar con alícuotas sucesivas de expresionismo. La serie no es ni gris ni melancólica, como tanta fotografía sobre la ruina moderna en Lima. La búsqueda del color es evidente. El observador lo ve surgir por distintos lados, matizado por la luz en interiores y en exteriores, y lo percibe atizado, aun cuando en algunos casos solo puede ser captado como un acento en lejanía. De hecho si uno lo piensa, la elección del color obedece a la temperatura de un desasosiego que es parte intrínseca de la ficción tramada, pero también a una necesidad de dar la medida del deterioro para convertirlo en el aria de un moribundo: la fotografía en blanco y negro está impedida de dar la talla de ciertos procesos en acción cuando de la transformación de la materia se trata; no hay posibilidad de que nos confronte con la oxidación del metal en tuberías o la humedad de una pared, en sudoración y enmohecida. El color sí habla de estos procesos.
Las imágenes colocan al observador en una dimensión visual trabajada con la fuerza de la imaginación del fotógrafo. En honor a la verdad, la edificación fue alguna vez una clínica, clausurada hace un par de décadas. Aguilar no viene a firmar su defunción, porque, aunque más que desahuciada para cualquiera en su sano juicio, su ojo la admira, la alucina en pleno proceso de descomposición. Eleva entonces la temperatura para exaltar una pérdida de inocencia que no tiene que ver con el proyecto moderno y su fracaso en Lima, sino con la revelación de la vida como un grandioso accidente que hace de la ruina un signo elocuente, en caliente, de la desintegración y colapso de lo que vive y se debate en un mundo modelado por la entropía. Ha despertado de una fantasía de estar a salvo para construir una ficción propia, la de una salvación, tal vez plausible, tal vez no.