por Carlos Yushimito, escritor
Hay rostros en la multitud que la mirada del artista rescata del anonimato. La intimidad se revela entonces como una potencia. La imaginamos también perdida, por un momento, en el tránsito del paisaje urbano, duplicada por las dimensiones intolerables de la metrópoli y por las texturas no percibidas de su hormigón y de su vidrio. En el optimismo vertical de la ciudad, apenas llegamos a percibir su agitación. En sus reflejos suponemos una ciudad despreocupada de sí misma. No hay experiencia estética –decía Shelley– si el acontecimiento que la produce no es compartido con alguien más. Por eso el deterioro del tiempo se encuentra siempre en la espera paciente de un reconocimiento. En la ciudad de Escher también la geometría del espacio confundía, como en la avenida Paulista, el ciclo infinito del movimiento. ¿Será que, atascados como están ahora en ese flujo, los seres capturados por la imagen experimentan, en la confrontación de la lente, una especie de liberación? Esa animación es también percibida, vibrátil a su modo; proporciona a las historias acogidas transitoriamente por el rostro humano, una especie de vida fragmentaria que se libera a través de los gestos, íntimos e irreconocibles. De allí que sean gestos empecinados, imperiosos y frágiles como el tejido radical del árbol que, tras su aparente confusión, impone sobre la historia apenas estrenada del pavimento su memoria de árbol.