I
En los principios, la Amazonía era un bosque frondoso cuya inmensidad era desconocida. Un día, le llegaron exploradores con brújulas, tomaron muestras científicas y se volvieron. Después, llegaron otros que identificaron las zonas donde crecían los árboles que emanaban esa goma silvestre que abastecía al mercado automotriz de fines del siglo XIX: el caucho. Se establecieron en la zona del río Putumayo y todas las cuencas de los ríos Amazonas, Ucayali y Marañón. Como al látex, también extrajeron las vidas nativas para convertirlas en su esclavizada masa trabajadora, sometiéndola con el látigo, la bala, la hoguera o descarnándola por pedazos. Así, la bonanza de Iquitos arrancó a todo vapor como si se tratase de su segunda fundación; incluso contaba con un servicio de barcos de vapor para la ruta Iquitos-Liverpool, que recorría 11 000 kilómetros de distancia. Había llegado la fiebre del caucho (1880-1914): un derroche de riqueza para sus colonos y otro de sangre para sus habitantes.
II
Los cafetales de Nuevo Lamas despliegan a familias enteras en su cosecha. Al llegar, el terreno sigue siendo escarpado, pero se amortigua por la cantidad de árboles que lo tupen: el paisaje parece esponjoso, mullido. Sin embargo, el ascenso toma dos horas por trochas y senderos húmedos, pedregosos, como si un río se abriera en muchas vertientes que suben por las sombras de la Cordillera Escalera. La mujer más anciana proviene de los nativos Wayku, es la única que viste como ellos, pero debajo lleva un jean. Está de cuclillas cocinando el almuerzo dentro de la maloca, removiendo el arroz y la yuca que hierven sobre la leña. Afuera humean el pescado y los plátanos. No tan distantes están todos en su faena, introduciendo los dedos entre las ramas y recolectando las cerezas del café que caen en sus cestos de plástico. Cuando se confinó el mundo entero se cerraron las puertas, pero en Nuevo Lamas la vida continuó porque la geografía dicta esa medida perpetuamente: los que enfermaron fueron atendidos con hierbas y tisanas. No murió nadie.
III
«Tutano atravesaba el monte con un amigo cuando de pronto empezó a oscurecer. Apuraron el paso hasta que tomaron en cuenta que avanzaban a tientas entre el follaje y los mosquitos que buscaban la sangre de sus párpados. La última línea del crepúsculo les era inalcanzable, y aunque temían desbarrancarse por el abundante musgo que aparecía a sus pies, se empeñaron en llegar. Finalmente obtuvieron un refugio cuando se les acabó el tiempo: la nada. La nada era el espectro que tejía la vegetación amazónica y subía por los árboles tupiendo el cielo, ramificándose en millones de hebras que se cruzaban para cubrir las estrellas y todo flujo luminoso que descendiera a la tierra. Era invertir el origen de la noche. Era proyectar la oscuridad desde abajo y vencer».
Fragmento de Enigma de la oscuridad, cuento inédito.
Sandro Aguilar