En el distrito de Villa María del Triunfo hay un sector que se llama Nueva Esperanza. La paradoja de su nombre reside en acoger al camposanto más grande del país: el cementerio Virgen de Lourdes. Se calcula que en sus 60 hectáreas se albergan más de un millón de nichos. En el Perú somos 33 millones de habitantes. Visto desde cualquiera de sus cuestas, el panorama parece trazar un mapa simbólico de nuestra planificación urbana: un planteamiento provisional que va creciendo sin orden. De esta manera, el cementerio se aproxima cada vez más a las casas –o viceversa–, lo cual parece, en perspectiva, un vecindario uniforme de viviendas coloridas. El poblador que subió a los cerros de la capital para hacerse de un hogar hizo también de esta geografía su tumba. Ese repliegue convirtió aquellas lomas –que otrora servían para delinear el desierto o la instalación de torres eléctricas– en nuevos barrios. Los cementerios también explican cuánto crecen las ciudades.
Pero la muerte no solo es pesadumbre. También es danza, música, licor. Un ritual mundano que honra el dolor en cada visita. Acompañar a los muertos es compartirles la vida nuevamente, tal como la apetecían.
Las tumbas de Nueva Esperanza se levantan sobre la tierra seca con sus túmulos de piedras, grutas, lápidas, mausoleos, tomando en cuenta toda providencia material que se disponga para proteger el reposo. Y, sobre todo, concibiendo su fin como centro de recepción para reunir a los fieles invitados que se presentan en aquella fiesta: los que ya son humus con sus espíritus viajeros, y los que estamos con corriente sanguínea evitando el día.
Sandro Aguilar